El derecho de petición es uno de los pilares fundamentales de la República, además es una de las formas en que se materializa la democracia. La posibilidad de tener comunicación directa con quienes toman las decisiones en nombre del pueblo, funcionarios y empleados públicos, es un derecho inherente al ciudadano, que le permite defender sus derechos e intereses. De lo contrario, no somos más que borregos que siguen las órdenes y decisiones de alguien más, sin cuestionarlas o discutirlas.
Este derecho parte de dos premisas importantes; la primera es que como ciudadano las decisiones gubernamentales me afectan y, la segunda, que en efecto tengo intereses. La Constitución de los Estados Unidos de América tiene la característica que tiene mucho material histórico que respalda las discusiones que se tuvieron en torno a cada uno de sus artículos. La comunicación, mediante cartas que los constituyentes de este país, mantuvieron enriquece la interpretación constitucional de una forma muy especial. El constituyente Madison advertía, en el Federalista número 10, que todas las personas tienen intereses y pasiones, reprimirlas sería coartar la libertad misma. Coartar la libertad de los ciudadanos con tal de que tengan los mismos intereses es contrario a la naturaleza humana y, por lo tanto, imposible. Madison sugería regular los efectos del derecho de las personas de promover sus intereses y pasiones para que éstas no violenten los derechos de otros. Lo que ahora se conoce como la democracia representativa, que no permite que los intereses de unos afecten los derechos de otros.
El derecho de petición está contenido en la primera enmienda de la Constitución norteamericana, en donde también se reconoce el derecho a la libertad de expresión, religión, prensa y asociación. En la actualidad, la mayoría de constituciones contemplan de forma expresa dicho derecho. Ese es el caso guatemalteco, nuestra Constitución contempla el derecho de petición en el artículo 28, que en su parte conducente dice: “Los habitantes de la República de Guatemala tienen derecho a dirigir, individual o colectivamente, peticiones a la autoridad, la que está obligada a tramitarlas y deberá resolverlas conforme a la ley…”
A pesar de la existencia explícita del derecho de petición, la legislación ordinaria penal contempla otro artículo que parecería ser contrario a este derecho constitucional, me refiero al delito de tráfico de influencias. Dicho delito se incorporó al sistema jurídico guatemalteco en el 2012, como un esfuerzo de parte de sociedad civil y la cooperación internacional entre otros, para modernizar y homogenizar a nivel regional los delitos relacionados con la corrupción. Muchos de los delitos que en ese momento se actualizaron son el fundamento legal para los procesos de alto impacto relacionados con corrupción, que se están conociendo ahora en tribunales. En ese contexto, percibo que se ha generado un miedo paralizante en muchos ciudadanos, quienes, ante esta situación, han auto censurado su derecho de petición con tal de no incurrir en delito.
El delito de tráfico de influencias establece lo siguiente: “Comete delito de tráfico de influencias la persona que, por sí misma o por interpósita persona, o actuando como intermediaria, influya en un funcionario o empleado público, prevaliéndose para ello de su jerarquía, posición, amistad o cualquier otro vínculo personal, para obtener un beneficio indebido, para sí o para tercera persona, en un asunto que dicho funcionario o empleado público esté conociendo o deba resolver, haya o no detrimento del patrimonio del Estado o de un tercero…” Por lo que, cualquiera podría argumentar que una persona reconocida públicamente que acude al Congreso porque tiene interés particular en promover una ley que, por ejemplo, fomente la lactancia, y se relacione con diputados y sus asesores para explicarles los beneficios de una ley de ese tipo no incurriría en el delito antes descrito. Probablemente, en ese caso, no se incurra en todos los elementos constitutivos de delito. Sin embargo, la percepción del ciudadano de pie es que este tipo de acción puede rayar en lo incorrecto.
La poca participación de los ciudadanos en la creación de políticas públicas y leyes recae, en muchos casos, en el desconocimiento del derecho de petición y en la falta de normativa que regule cómo sí se puede ejercer dicho derecho, ya que la normativa penal existente establece como no puede hacerse. Otros países han resuelto este tema creando legislación que regula el cabildeo, una actividad que debe de ser legítima y transparente. Este tipo de soluciones contempla un registro de cabilderos, en el que se establece el tema que se está cabildeando y los funcionarios o el órgano estatal en el que se está llevando dicha actividad. Sacar del oscurantismo esta actividad, además de darle más participación al ciudadano, le permite una fiscalización más efectiva pues, de esta manera, es más fácil determinar las relaciones que tienen los financistas de campaña con los funcionarios electos y las decisiones que toman. Otro gran beneficio de este tipo de legislación es que eleva la discusión en los foros en los que se toman decisiones públicas. Hace unos años, cuando en el Congreso se empezaron a abrir las puertas al público en las sesiones de comisiones (al día de hoy, muchas no permiten el ingreso de particulares) las dinámicas cambiaron pues, normalmente, estas personas o sus representantes acudían a estos foros informados y aportaban argumentos, que de lo contrario nunca se hubieran tomado en consideración. A lo anterior se le suma que mediante el registro de cabilderos sería más fácil perseguir a quienes, efectivamente, están cometiendo tráfico de influencias, pues no registrarse sería un indicio de que se está buscando un beneficio indebido.
En este re-entender el Estado que estamos viviendo a partir de 2015 debemos de revisar cuál es y cómo debería de ser la función del ciudadano y sus intereses frente a las leyes y las políticas públicas. Sacar al cabildeo del anonimato nos beneficiaría a todos.